Hay, no se sabe qué dulce misterio en torno a este mar, cuyas suaves y espantosas agitaciones parecen hablar de algún alma escondida debajo; como aquellas legendarias ondulaciones del césped de Éfeso sobre el sepultado evangelista San Juan. Y resulta que sobre estos pastos marinos, amplias praderas acuáticas y campos de alfareros de los cuatro continentes, las olas deberían subir y bajar, y fluir y menguar sin cesar; pues aquí, millones de matices y sombras mezcladas, sueños ahogados, sonambulismos, ensoñaciones; todo lo que llamamos vidas y almas, yacen soñando, soñando, quietos; dando vueltas como durmientes en sus camas; las olas siempre rodantes pero hechas por su inquietud.
Para cualquier rover Magian meditativo, este Pacífico sereno, una vez contemplado, debe ser para siempre el mar de su adopción. Hace rodar las aguas más profundas del mundo, siendo el Océano Índico y el Atlántico sólo sus brazos. Las mismas olas lavan los lunares de las ciudades californianas recién construidas, pero plantadas ayer por la más reciente raza de hombres, y lavan las faldas descoloridas pero aún espléndidas de las tierras asiáticas, más antiguas que Abraham; mientras que todo entre vías lácteas flotantes de islas de coral y archipiélagos bajos, infinitos y desconocidos y Japón impenetrable. Así, este misterioso y divino Pacífico zonifica todo el volumen del mundo; hace de todas las costas una sola bahía; parece el corazón palpitante de la tierra. Levantado por esas olas eternas, debes poseer al dios seductor, inclinando la cabeza hacia Pan.
Un andar peculiar en este anciano, cierta leve pero dolorosa apariencia de guiñada en su andar, en un período temprano del viaje había despertado la curiosidad de los marineros. Y ante la insistencia de sus persistentes cuestionamientos finalmente había cedido; y así sucedió que ahora todos conocían la vergonzosa historia de su miserable destino. Tardía, y no inocentemente, una amarga medianoche de invierno, en la carretera que une dos pueblos del campo.
- Número uno
- Número dos
- Número tres
- Número cuatro
- Número cinco
- y numero seis
Era un anciano que, a la edad de casi sesenta años, se había encontrado pospuestamente con esa cosa en las técnicas del dolor llamada ruina. Había sido un artesano de afamada excelencia y con mucho que hacer; poseía una casa y un jardín; abrazó a una joven esposa amorosa, parecida a una hija, y a tres niños alegres y rubicundos; todos los domingos iba a una iglesia de aspecto alegre, plantada en una arboleda.
Pero una noche, al amparo de la oscuridad, y más oculto en un disfraz más astuto.
Aprovechándose del clima templado y fresco del verano que ahora reinaba en estas latitudes, y preparándose para las actividades peculiarmente activas que pronto se anticiparían, Perth, el viejo herrero mugriento y lleno de ampollas, no había vuelto a llevar su fragua portátil a la bodega. después de concluir su trabajo de contribución para la pierna de Ahab, pero aún así la retuvo en cubierta, amarrada con argollas por el trinquete; siendo ahora invocado casi incesantemente por los verdugos, arponeros y arqueros para hacer algún pequeño trabajo para ellos; alterando, o reparando, o dando nueva forma a sus diversas armas y mobiliario náutico. A menudo estaba rodeado por un círculo ansioso, todos esperando ser atendidos; sosteniendo palas, picas, arpones y lanzas, y observando celosamente cada uno de sus movimientos llenos de hollín, mientras trabajaba. Sin embargo, el de este anciano era un martillo paciente manejado por un brazo paciente. Ningún murmullo, ninguna impaciencia, ninguna petulancia salió de él. Silencioso, lento y solemne; inclinándose aún más sobre su espalda crónicamente rota, trabajó duro, como si el trabajo fuera la vida misma, y el fuerte latido de su martillo, el fuerte latido de su corazón. Y así fue.
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